Una mujer de casi setenta años entró a una tienda de ropa.
Llevaba el cabello sin peinar, ropa vieja, sandalias gastadas.
En sus manos traía una bolsa de plástico arrugada y en la cara… un gesto cansado.
Apenas entró, dos empleadas comenzaron a mirarla de reojo.
—No va a comprar nada…
—Seguramente solo viene a ver.
Ella, con una voz bajita, preguntó si tenían vestidos de fiesta.
Las vendedoras se miraron entre sí y una le respondió:
—¿Para qué quiere un vestido así? Aquí vendemos cosas elegantes.
La mujer no contestó. Solo bajó la mirada.
Pero en vez de irse, siguió revisando los estantes…
Y de pronto, tomó un vestido rojo. Lo apretó contra su pecho y sonrió.
—Este es perfecto —dijo.
Las empleadas la miraron con burla, hasta que una se acercó:
—Ese cuesta más de cinco mil pesos… ¿va a pagarlo?
La mujer sacó un sobre viejo de su bolsa.
Y lo vació en el mostrador.
Billetes, monedas, algunos doblados… otros sucios.
Pero ahí estaba el dinero, contado justo.
Las vendedoras se quedaron en silencio.
—¿Para quién es el vestido? —preguntó una, con tono distinto.
La mujer, ahora con los ojos brillosos, respondió:
—Para mi hija.
Hoy cumple dieciocho años.
Tuve a mi hija cuando ya creía que no podía ser madre.
Los médicos decían que no podría… pero Dios me la regaló.
Murió hace dos meses, pero yo prometí que el día de su fiesta… le llevaría el vestido que más le gustara.
Y este… este era el que quería.
Me lo mostró en una foto antes de irse.
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A veces juzgamos a la gente sin saber lo que está cargando en el alma.
Y cuando uno solo ve apariencias… corre el riesgo de no ver lo más importante:
El amor que alguien es capaz de dar, aunque ya no tenga a quién dárselo.
-Susana Rangel