Se casaron enamorados.
Él siempre decía que había encontrado a la mujer más hermosa del mundo. Pero los años trajeron algo que ninguno esperaba: una enfermedad en la piel comenzó a cambiar el rostro de ella. Poco a poco, su belleza exterior se fue desvaneciendo.
Un día, él tuvo que salir de viaje. De regreso, sufrió un accidente que le arrebató la vista. A partir de ahí, su mundo quedó en sombras, pero su vida juntos siguió igual. Las sonrisas, las charlas, los paseos de la mano… nada cambió entre ellos.
Mientras la enfermedad avanzaba, él, ciego, jamás vio cómo la enfermedad transformaba el cuerpo de la mujer que amaba. Y así, su amor seguía intacto. Él la seguía amando como siempre. Y ella, a él.
Hasta que un día ella partió. Su partida lo dejó con el corazón destrozado. Después de darle el último adiós y arreglar todo, decidió marcharse de aquella ciudad llena de recuerdos.
Alguien, al verlo partir solo, se acercó con preocupación:
—¿Y ahora? ¿Cómo vas a caminar sin ella? Siempre fue tu guía.
El hombre guardó silencio unos segundos, bajó la cabeza y respondió:
—Yo siempre pude ver.
Solo fingí ser ciego.
Porque sabía que, si ella notaba los cambios en su piel, su dolor sería aún mayor.
No me enamoré solo de su belleza, me enamoré de su alma. Fingí no ver… para que ella pudiera vivir sus últimos años en paz, sin sentirse menos hermosa.
Porque cuando de verdad amas a alguien, haces lo que sea para proteger su dignidad, su alegría y su tranquilidad.
A veces, es mejor no señalar lo que hiere. Porque lo que de verdad importa, no envejece. El alma… siempre sigue siendo hermosa.
—Susana Rangel