Me llevé a mi madre a casa.
Para siempre.
Sin planes previos, sin decisiones ni conversaciones. Simplemente, un día.
Con una sola bolsa en la mano.
Y en la bolsa – unas medias, unas pantuflas con la inscripción “La mejor abuela del mundo” (un regalo de mis hijos), una bata cálida con un camisón y – sin saber por qué – una funda de almohada.
Mamá lo empacó todo ella sola.
Y así, desde hace tres semanas, en mi casa vive una niña mayor. Tiene quizá cuatro años.
Es pequeña, con un diminuto moño blanco en la cabeza, con medias de algodón ligeramente arrugadas en los tobillos.
Camina despacio por el pasillo, arrastrando suavemente sus pantuflas, y cuando llega al umbral, se detiene con cuidado y levanta mucho los pies, como si intentara pasar por encima de un obstáculo invisible.
Sonríe al perro que yace en el pasillo. Oye voces de personas que no están y todos los días me cuenta lo que le dijeron.
Es tímida. Duerme mucho.
Muerde delicadamente un pedazo de chocolate (le dejo dulces en su habitación) y bebe lentamente su té, sosteniendo la taza con ambas manos porque una de ellas le tiembla un poco.
Tiene mucho miedo de perder su anillo de la delgada mano – lo ajusta constantemente, revisando si aún está ahí.
Y de repente la veo tan pequeña.
Indefensa.
Como si finalmente se permitiera rendirse. Relajarse. Dejar de fingir que es adulta.
Y completamente, absolutamente, en todo, me entregó su vida. Confiando en mí.
Y lo más importante para ella ahora es que yo esté en casa.
Respira con tanto alivio cuando me oye regresar, que trato de salir lo menos posible y por el menor tiempo posible.
Y de nuevo cocino sopa todos los días para el almuerzo, como cuando mis hijos eran pequeños.
En la mesa, otra vez hay un cuenco con galletas.
¿Qué siento?
Al principio – miedo.
Después de todo, era tan independiente. Durante tres años después de la muerte de papá, insistió en vivir sola. La entiendo – por primera vez en su vida, a los ochenta años, hacía lo que quería.
Y luego llegó ese maldito virus. Le quitó la fuerza. Dos meses encerrada entre cuatro paredes hicieron lo suyo, algo en ella se rompió.
¿Y ahora?
Ahora siento ternura. Emoción. Amor. Dolor por cómo es todo.
Miro este frágil universo a mi lado y solo quiero una cosa – que nuestro camino juntas sea lo más hermoso posible.
Tranquilo. Cálido.
Lleno de sus sabores favoritos – pierogi caseros y croquetas.
Todo lo demás ya no importa.
Ahora tengo en casa una hijita.
Tiene ochenta y tres años.
Y soy feliz de que Dios me haya dado la oportunidad de hacer que el ocaso de su vida sea tranquilo y bueno.
Y el mío – libre de remordimientos y culpa.
Mamá, gracias por estar aquí.
Por favor, quédate el mayor tiempo posible…
Créditos a quien corresponde