Una tarde luminosa, una abuela llegó de visita a la casa de su hija.
Al entrar, lo primero que notó fue el ritmo acelerado en el ambiente:
Su hija iba de un lado a otro, con un plumero en la mano, barriendo, sacudiendo, limpiando sin parar, como si preparara la casa para una gran celebración.
Con una sonrisa tranquila, la abuela propuso:
—¿Qué te parece si salimos a caminar un rato?
El día está precioso y podríamos aprovecharlo.
La hija, agobiada por el ajetreo, respondió casi sin mirarla:
—Ay, abuela… no puedo.
Tengo que dejar toda la casa impecable, no quiero que la veas desordenada.
La abuela la observó en silencio unos segundos, luego se acercó y, con voz serena, le dijo:
—No permitas que tus sartenes brillen más que tú.
La limpieza es buena… pero vivir es mejor.
La hija, sorprendida, bajó el plumero y la miró con atención.
Entonces la abuela, sentándose en el sillón, comenzó a contarle:
—Cuando yo era joven, pensaba que tener la casa perfecta era lo más importante.
Pasaba mis días limpiando y ordenando, esperando que alguien viniera a visitarme y viera todo impecable.
La hija, curiosa, preguntó:
—¿Y qué ocurrió?
La abuela sonrió con cierta nostalgia:
—Lo que pasó fue que nadie venía.
Cada quien estaba ocupado viviendo su propia vida: trabajando, criando hijos, disfrutando…
Y yo, encerrada entre trapos y escobas, me perdía momentos que no volverían.
La hija suspiró, entendiendo poco a poco la lección escondida en aquellas palabras.
—¿Y si un día alguien llega de sorpresa? —preguntó con cierta preocupación.
La abuela soltó una risa suave y dijo:
—Pues que vea la casa como esté.
Quien viene por ti, no viene a inspeccionar tu limpieza.
Viene a compartir momentos, a buscar tu risa, a sentir tu cariño.
Entonces, con una mirada amorosa, la abuela añadió:
—La vida es corta, hija mía.
Desempolva si hace falta… pero no pongas todo tu corazón en los trapos.
Guarda tiempo para pintar, para leer un buen libro, para bailar aunque no haya música, para caminar bajo la lluvia, para abrazar a quienes amas.
—Desempolva si es necesario, pero también juega con tus hijos, canta en la cocina, ríe hasta que te duela la panza, respira hondo y siente el sol en tu rostro.
—El polvo siempre regresará… la vida, no.
La hija, con lágrimas temblando en los ojos, dejó el plumero sobre la mesa.
Se acercó a su madre, la abrazó fuerte, y entendió que había algo mucho más importante que un piso reluciente:
una vida bien vivida.
La abuela concluyó con voz dulce y firme:
—Algún día, querida, también nosotros volveremos al polvo.
Y entonces, nadie recordará cuántas veces limpiaste la casa…
Pero sí recordarán cómo amaste, cómo hiciste reír, cómo viviste.
Ese día, madre e hija dejaron las preocupaciones de lado y salieron a caminar juntas, respirando la vida que, hasta entonces, había estado esperándolas afuera.
Reflexión:
La verdadera belleza de la vida no está en una casa impecable, sino en los momentos que creas dentro de ella.
Desempolva si hace falta… pero no olvides nunca vivir.
¿Qué te pareció la enseñanza de la abuela?
Autor: Desconocido
Dibujo: Leonardo Cirbián