lunes, 29 de enero de 2018

CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN. LIBRO TERCERO. VII, 12, 13


VII,12. No conocía yo lo otro, lo que verdaderamente es; y me sentía como agudamente movido a asentir a aquellos recios engañadores cuando me preguntaban de dónde procedía el mal, y si Dios estaba limitado por una forma corpórea, y si tenía cabellos y uñas, y si habían de ser tenidos por justos los que tenían varias mujeres al mismo tiempo, y los que causaban la muerte a otros y sacrificaban animales. Yo, ignorante de estas cosas, me perturbaba con ellas y, alejándome de la verdad, me parecía que iba hacia ella, porque no sabía que el mal no es más que privación del bien hasta llegar a la misma nada. Y ¿cómo lo había yo de saber, si con la vista de los ojos no alcanzaba a ver más que cuerpos y con la del alma no iba más allá de los fantasmas? Tampoco sabía que Dios fuera espíritu y que no tenía miembros a lo largo ni a lo ancho, ni cantidad material alguna, porque la cantidad o masa es siempre menor en la parte que en el todo, y, aun dado que fuera infinita, siempre sería menor la contenida en el espacio de una parte que la extendida por el infinito, por lo demás, no puede estar en todas partes como el espíritu, como Dios. También ignoraba totalmente qué es aquello que hay en nosotros según lo cual somos y con verdad se nos llama en la Escritura imagen de Dios. 


13. No conocía tampoco la verdadera justicia interior, que juzga no por la costumbre, sino por la ley rectísima de Dios omnipotente, según la cual se han de formar las costumbres de los países y épocas conforme a los mismos países y tiempos; y siendo la misma en todas las partes y tiempos, no varía según las latitudes y las épocas. Según la cual fueron justos Abraham, Isaac, Jacob y David y todos aquellos que son alabados por boca de Dios; aunque los ignorantes, juzgando las cosas por el módulo humano y midiendo la conducta de los demás por la suya, los juzgan inicuos. Como si un ignorante en armaduras, que no sabe lo que es propio de cada miembro, quisiera cubrir la cabeza con las polainas y los pies con el casco y luego se quejase de que no le venían bien las piezas. O como si otro se molestase de que en determinado día, mandando guardar de fiesta desde mediodía en adelante, no se le permitiera vender la mercancía por la tarde que se le permitió por la mañana; o porque ve que en una misma casa se permite tocar a un esclavo cualquiera lo que no se consiente al que asiste a la mesa; o porque no se permite hacer ante los comensales lo que se hace tras los establos; o, finalmente, se indignase porque, siendo una la vivienda y una la familia, no se distribuyesen las cosas a todos por igual. Tales son los que se indignan cuando oyen decir que en otros siglos se permitieron a los justos cosas que no se permiten a los justos de ahora, y que mandó Dios a aquéllos una cosa y a éstos otra, según la diferencia de los tiempos, sirviendo unos y otros a la misma norma de santidad. Y éstos no se dan cuenta que en un mismo hombre, y en un mismo día, y en la misma hora, y en la misma casa conviene una cosa a un miembro y otra a otro y que lo que poco antes fue lícito, pasado su momento no lo es; y que lo que en una parte se permite, justamente se prohíbe y castiga en otra. ¿Diremos por esto que la justicia variable y cambiante? Lo que pasa es que los tiempos que aquélla preside y rige no caminan iguales, porque son tiempos. Mas los hombres, cuya vida sobre la tierra es breve, como no saben compaginar las causas de los siglos pasados y de las gentes que no han visto ni experimentado con las que ahora ven y experimentan, y, por otra parte, ven fácilmente lo que en un mismo cuerpo, y en un mismo día, y en una misma casa conviene a cada miembro, a cada tiempo, a cada parte y a cada persona, condenan las cosas de aquellos tiempos, en tanto que aprueban las de éstos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario