Dylan Thomas publica su primer libro de poemas cuando se mudó de Gales a Londres, donde trabajó como locutor de la BBC, después vivió en muchos pueblos, casi siempre costeros, pero todos, para él, fueron una continuación de su pueblo, es decir de su niñez, único momento feliz de su vida, el poeta que salta de la cama como un muerto de la niebla, el que salta por el patio trasero de sus sueños, seguro de arrepentirse por la noche de lo que haría por el día, el que salta a visitar a la vecina que vivía con los fantasmas de sus dos maridos muertos (antes de la Doña Flor de Jorge Amado), el que andaba buscando historias por los bares.
Durante la segunda guerra mundial escribió poemas
que parecían grandes piezas para órganos, poderosos y profundos, luces entre
los cadáveres de cuarenta mil Londinenses, oraciones para las sinagogas del maíz,
donde Dylan Thomas dejaba su simiente, allí, en los bajos valles del
arrepentimiento donde se lloraba, cantando, la majestad del incendio, el
respeto al fuego, aunque estuviera en las manos de un peligroso enfermo (a los
costados del Támesis, después de la primera muerte, ya no hay ninguna).
Después de la guerra Dylan Thomas quiso recuperar su niñez, recuperar el asombro, vivir abiertamente, estar en el centro de la totalidad, por eso se fue a un pueblo de pescadores, donde escribió los sueños del pueblo dormido (recuerdo el coro de voces de marinos muertos que me envolvió en el Océano Pacifico hace más de veinte años) encerrado por su mujer en un cobertizo del que solo lo liberaba cuando abría la cantina, donde la cerveza lo bajaba hasta sus vecinos, donde descansaba de los mares de aguas verdes pobladas por cisnes blancos y de los sermones de hojas marrones que lo despertaban en la segunda oscuridad, y cuando digo segunda oscuridad recuerdo a la gran Esfinge uniendo al mundo inferior con el superior, es decir entre el fango y la luz, un gigantesco animal de piedra que se va transformando en un hombre de piedra, el león del desierto, apoyado en las ardientes arenas del desierto pero siempre atento al sol, al más allá (setenta metro de largo y veinte de alto), la fuerza de la tierra emergiendo hacia el cielo, el rey-león luchando contra el enemigo de todo, el tiempo, que solo está al servicio de la vida, es decir del cambio, porque la vida es movimiento, y muchas veces no hay purificación sin destrucción. La mandíbula cuadrada sugiere al inevitable orden, y la edad, la alta edad, siglos y siglos anteriores a Cristo, me recuerda la eternidad de los altos mandatos, el punto único donde comienza todo permanentemente, y alrededor de la Gran Esfinge y las pirámides miles de tumbas, tal vez las de los diez mil hombres que, se dice, trabajaron en esta obra (además de las tumbas de los Faraones, que eran dioses en la tierra), hombres que vivieron construyendo esta maravilla y murieron alrededor de ella, pintándola para la gran fiesta, la eterna ceremonia de la vida, la vida que nos exige ceremonias, como un concierto o lanzar una nave al espacio, de donde nos llegó la vida en los cometas y los aerolitos, que pronto desviaremos hacia Marte para que vuelvan a provocarle agua, es decir vida, para que tengamos a donde mudarnos cuando ya no podamos respirar aquí.