La furia, allá en Tandil, no se detuvo. Cabral consiguió una guitarra, empezó a componer canciones y a trabajar como cosechero.
—Me echaban de todas partes. Bebía mucho. Pero leía, y quería ser historietista como Hugo Pratt, el autor del Corto Maltés. Siempre dibujé. Y quería hacer la revolución. Leía a Proudhon, a Malatesta. Pero quería ser Hugo Pratt.
Y para ser Hugo Pratt no encontró mejor camino que viajar a Buenos Aires e inscribirse en la Escuela Panamericana de Arte; donde daban clases los mejores ilustradores e historietistas de la época. Era junio de 1960.
—Pero una cuadra antes de llegar a la escuela vi un cartel de la discográfica Odeón. Crucé la calle. Había una chica en la recepción y le dije: «Buenas, vengo a grabar un long play». Y me dijo: «Pero usted no es artista de la compañía». Y le dije: «No, elegí este sello por tus senos». Se armó un escándalo, y en ese momento entran tres tipos, uno de ellos el director del sello. Le digo: «Vengo a grabar un disco y no me dejan pasar». Y el tipo me dice: «Ah, no me diga que nos eligió, maestro». Y los mira a los otros dos como diciéndoles: «Síganle la corriente al loquito». Y dice: «¿Cómo es su nombre, maestro?». «Cabral». «Ah, qué bueno, pase por acá. ¿Cuándo podemos empezar a grabar?». Le digo: «Ahora». Y me ponen una silla y un micrófono, y se disponen a matarse de risa del loquito. Y yo canto “Vuele bajo”, que la había compuesto en esa época.”Vuele bajo porque abajo está la verdad, eso es algo que los hombres…”. Bajó volando el tipo y me dijo: «¿Cuántas tenés?» «¿Cuántas querés?». Me quedé una hora y grabé un long play. Al mes era el número uno en ventas en la Argentina.
Entre 1960 y 1965 Facundo Cabral fue, bajo el seudónimo del Indio Gasparino, un éxito de ventas. Le compró casa a su madre y creyó que esa vida era todo lo que quería hasta el fin de los días.
—Pero eran los 60 y me acordé que quería hacer la revolución. Así que dejé todo y me fui a recorrer el mundo. En jeep, en moto, en avión. Me fui por curioso.
Uruguay, Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, México. En 1969 llegó a Estados Unidos, en 1970 a Europa, y su vida devino lo que es: una iconografía extravagante en la que convergen Eva Perón y George Brassens; Rainiero y la viuda de Pancho Villa; Krishnamurti, a quien conoció en un parque de San Francisco; la madre Teresa, que lo llamó durante un programa de televisión en México invitándolo a orar con ella al día siguiente, y, claro, Borges.
—Yo había grabado un disco en Roma y se lo dediqué a Borges. Vuelvo a la Argentina, voy caminando por la calle y me para alguien y me dice: «Señor Cabral, soy Carlos Frías, editor de Borges. Lo acompañé al maestro a Inglaterra y un crítico italiano le regaló un long play suyo que está dedicado a él, y él está encantado y me dijo: “Si un día lo encuentra a este señor, por favor déle las gracias e invítelo a casa”». Yo me quedé paralizado. Frías lo llamó desde un teléfono público y le dijo: «Maestro, estoy aquí con el señor Cabral». Y fui a la casa y me fui a las tres de la mañana. Él decía que yo era un optimista a priori. Un día me dijo: «Señor Cabral, me conmueve su inocencia. Yo conozco su forma de vivir. Usted no es un artista popular, usted adhiere a lo popular. Usted, camino a la cancha de Boca, se detiene en la Biblioteca Nacional». Y es verdad. Uno sabe que no es eso, pero adhiere.
***(Continúa 6)
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