9. ¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había compartido con él se me volvía sin él un suplicio cruelísimo. Mis ojos le buscaban por todas partes y no aparecía. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después de una ausencia: «He aquí que ya viene». Yo me había vuelto para a mí mismo una gran dificultado (factus eram ipse mihi magna quaestio) y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si yo le decía: «Espera en Dios», ella no me hacía caso, y con razón, porque más real y mejor era aquel amigo queridísimo que yo había perdido que aquel fantasma en el que se le ordenaba que esperase. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón.
QUE HERMOSA PUBLICACION QUE ESCRIBO SAN AGUSTIN.
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