jueves, 17 de mayo de 2018

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN. LIBRO NOVENO. 21, 22

21. Igualmente a esta tu buena sierva, en cuyas entrañas me criaste, ¡oh Dios mío, misericordia mía!, le habías otorgado este otro gran don: de mostrarse tan pacífica, siempre que podía, entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen, que con oír muchas cosas durísimas de una y otra parte, cuales suelen vomitar una hinchada e indigesta discordia, cuando ante la amiga presente desahoga la crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la enemiga ausente, que no delataba nada a la una de la otra, sino aquello que podía servir para reconciliarlas. Pequeño bien me parecería éste si una triste experiencia no me hubiera dado a conocer a muchísima gentes –por haberse extendido muchísimo esta no sé qué horrenda pestilencia de pecados– que no sólo descubren los dichos de enemigos airados a sus airados enemigos, sino que añaden, además, cosas que no se han dicho; cuando, al contrario, a un hombre que es humano deberá parecer poco el no excitar ni aumentar las enemistades de los hombres hablando mal, si antes no procura extinguirlas hablando bien. Tal era aquélla, adoctrinada por ti, maestro interior, en la escuela de su corazón. 22. Por último, consiguió también ganar para ti a su marido al fin de su vida, no teniendo que lamentar en él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel.

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