Facundo Cabral era un feto fornido, formidable, y llevaba nueve meses en el vientre de su madre, Sara, cuando su padre, Rodolfo, decidió dejarlo todo —hogar en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, seis hijos y otro en camino— e irse sin dar explicaciones. A Cabral le gusta decir que llevaba un día de nacido cuando su madre (que lo bautizó Rodolfo Enrique aunque lo llamó Facundo, toda la vida) se marchó, sola y su prole, hacia donde no pudieran verla o preguntarle nada. Emprendió la ruta del sur hasta Ushuaia y, cuando llegaron, cuatro hijos habían muerto en el camino.
—No tengo recuerdos de esa época. No me interesaba nada. Sólo quería dormir y morir durmiendo. No quería vivir. Despertarme era una tortura. Me parecía que la vida iba a ser así siempre.
Pero la vida fue otra cosa.
***
—¿Usted es Facundo Cabral? —pregunta la mujer—. Usted vivió en Tandil, ¿no? Yo soy de Tandil.
—Entonces usted conoció a mi madre.
—Claro. Vivía a tres cuadras de mi casa. Y usted tenía una noviecita a la vuelta. En la calle Chacabuco.
—Cómo me voy a olvidar si empecé a saber lo que era una mujer por ella. Mirna se llamaba.
—Sí, señor. La hija del zapatero. Qué tal –dice la mujer, orgullosa, y sigue su camino.
—Mirna —dice Facundo Cabral, y mira al cielo como si lo viera—. Yo tenía trece años, y ella veintiuno. Un pedazo de mujer. Yo la seguía siempre y un día se paró y me dijo: «Pibe, vos me estás siguiendo». Y le dije: «Estoy enamorado de usted. Me imagino que le hago el amor». Y me dice: «Se te está yendo la mano, sos un nene». Y le dije: «¿Le puedo pedir un favor? ¿Podemos hacer el amor?». Y se quedó mirándome extrañada. Para llegar a la casa había que pasar por un pasillo. Era una tarde de verano y ella empezó dándome una clase, medio en broma. «A ver, hacé esto, hacé lo otro». Terminamos haciendo el amor todos los días, a lo bestia. Ella se recostaba sobre un sillón verde, gastado, y yo la miraba con una vela.
(Continúa 3)
(Continúa 3)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario