10. Te confieso, Señor de cielos y tierra, alabándote por mis comienzos y mi infancia, de los que no tengo memoria, mas que concediste al hombre conjeturar de sí por otros y que creyese muchas cosas, aun por la simple autoridad de mujercillas. Porque al menos era entonces, vivía, y ya al fin de la infancia buscaba con qué dar a los demás a conocer las cosas que yo sentía. ¿De dónde podía venir, en efecto, tal ser viviente, sino de ti, Señor? ¿Acaso hay algún artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay algún otro conducto por donde corra a nosotros el ser y el vivir, fuera del que tú causas en nosotros, Señor, en quien el ser y el vivir no son cosa distinta, porque eres el sumo Ser y el sumo Vivir? Sumo eres, en efecto, y no te mudas, ni camina por ti el día de hoy, no obstante que por ti camine, puesto que en ti están, ciertamente, todas estas cosas, y no tendrían camino por donde pasar si tú no las contuvieras. Y porque tus años no mueren, tus años son un constante «hoy». ¡Oh, cuántos días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por este tu Hoy y han recibido de él su medida y de alguna manera han existido, y cuántos pasarán aún y recibirán su medida y existirán de alguna manera! Mas tú eres uno mismo y todas las cosas del mañana y más allá, y todas las cosas de ayer y más atrás, en ese Hoy las haces y en ese Hoy las has hecho. ¿Qué importa que alguien no entienda estas cosas? Que éste de todos modos se goce diciendo: ¿Qué es esto? Que éste se goce aun así y desee más hallarte no indagando que indagando no hallarte.
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