Autor: Facundo Cabral. 13/12/2007
MIS PAPELES
Siempre busque en la Gran Esfinge a la respetuosa y respetable antigüedad, a ver lo más atrás posible para sospechar lo más adelante posible, allá descansé del yo y del presente, allá releí en el aire al libro de los muertos y al Kybalión, allá, donde Napoleón, deslumbrado, se bajó del caballo, allá, donde tal vez estuvo Jesús en los años desconocidos para sus humildes biógrafos, y digo humildes porque me hubiera gustado que me lo contara Román Rolland o Mrguerite Yourcenar, allá, donde Moisés comenzó el grandioso éxodo, allá, donde Borges, al levantar un puñado de arena y cambiarlo de lugar, sintió que había cambiado el curso de la Historia, allá, donde siempre comienzo de nuevo, como corresponde porque la vida es circular, y comienzo viendo esos signos que nos dicen mucho porque para los antiguos egipcios la arquitectura, el arte y la escritura eran una sola cosa, mucho más que algo útil o estático, algo sagrado, y lo veo claro, tan claro como lo vieron los conquistadores Franceses en los jeroglíficos de la piedra negra que comenzó la historia que venimos reescribiendo desde hace siglos, desde Homero hasta Carlos Fuentes, desde Salomón hasta Wallace Stevens.
El Faraón, como la poesía, podía cambiar de forma, como el sol se transformaba en piedra cada día en la Gran Esfinge, es decir se aquietaba en el desierto el generoso gigante del inalcanzable horizonte (su búsqueda me llevó a darle la vuelta al mundo).
Siempre me tiendo, liviano, es decir sin recuerdos, en el Valle de los Reyes, los reyes sepultados en las faldas de las colinas, alrededor de las pirámides que nos están señalando lo que todavía no entendemos, las pirámides que sugerían puertas por las que entrábamos a la muerte de noche y salíamos a la vida de día (hace unos cuantos años, alguien salvó a la Gran Esfinge del tiempo, que siglo tras siglo la fue cubriendo con la invencible arena del invencible desierto, y fue un renacimiento, como el nuestro después de cada dolor, de cada derrota, de cada mañana, y la salvó para recordarnos lo rico que somos).
Delgadas palmeras me protegieron del sol en la meseta de Guisa, donde hace muchos siglos los egipcios pintaron a la Gran Esfinge como se pintaban para celebrar a sus dioses, es decir a la vida, la Gran Esfinge que reinaba tanto en el mundo de los vivos como en el mundo de los muertos, que era, y tal vez siga siendo, la que unía a los dos, allí, donde los antiguos Egipcios les llevaban alimentos a sus muertos para tentarlos con la vida.
Del abrazo de fuego del desierto siempre vuelvo a la querida América, donde el árbol ofrece sus hojas al arroyo donde todo flota, donde la noche descansa durante el día, como la eternidad se deja ver durante el sueño sin sueños. Ahora mismo la tormenta, como las canciones, se eleva en busca de Dios, las flores se yerguen para alegrar al sol y las ramas de los sauces se agachan para besar a la tierra. Me abrazan todos los elementos, bailo con la fauna y canto con la flora, enriquecido por todos los verdes donde caerá la tarde dorada, ahora que el huracán Mitch se calma para convertirse en tormenta tropical, después de haber golpeado duramente a Honduras, Nicaragua, Guatemala y El Salvador (para muchos, soy un sobreviviente de los sesenta, que cumplen treinta).
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