miércoles, 28 de febrero de 2018

LAS CONFESIONES DE SAN AGUSTÍN. LIBRO CUARTO, XVI,30

XVI,30. (...) Me gozaba con ellos, pero no sabía de dónde venía cuanto de verdadero y cierto hallaba en ellos, porque tenía las espaldas vueltas a la luz y el rostro hacia las cosas iluminadas, por lo que mi rostro que veía las cosas iluminadas, no era iluminado. Tú sabes, Señor Dios mío, cómo sin ayuda de maestro entendí cuanto leí de retórica, dialéctica, geometría, música, y aritmética, porque también la prontitud de entender y la agudeza en el discernir son dones tuyos. Mas no le ofrecía por ellos sacrificio alguno, y así no me servían tanto de provecho como de daño, pues cuidé mucho de tener una parte tan buena de mi hacienda en mi poder, mas no así de guardar mi fortaleza para ti; al contrario, apartándome de ti, me marché a una región lejana, para disiparla entre las rameras de mis concupiscencias (...). 31. Mas ¿de qué me servía todo esto, si juzgaba que tú, Señor, Dios de la Verdad, eras un cuerpo luminoso e infinito, y yo un pedazo de ese cuerpo? ¡Oh excesiva perversidad! Pero así era yo; ni me avergüenzo ahora, Dios mío, de confesar tus misericordias para conmigo y de invocarte, ya que no me avergoncé entonces de profesar ante los hombres mis blasfemias y ladrar contra ti. (...). (...) ¡Oh Señor y Dios nuestro! Que esperemos al abrigo de tus alas; protégenos y llévanos. Tú llevarás, sí, tú llevarás a los pequeñuelos, y hasta que sean ancianos tú los llevarás, porque cuando eres tú nuestra firmeza, entonces es firmeza; pero cuando es nuestra, entonces es debilidad (...).



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