LA PATAGONIA. Facundo Cabral
Mi primer desierto fue la Patagonia, donde descubrí a los mesurados y enigmáticos cantores que, sin laderos, se confesaban públicamente a través de la milonga, que es una declaración de principios, y después de nidos me sentía mejor, honrado hasta el último hueso, como corresponde a un poseído, más por la ética que por la estética. La guitarra era la conciencia externa de esos áridos juglares que me envolvieron con una atmósfera mágica que no ha dejado de acompañarme, todavía no concibo una manera de orar más profunda.
La copla era la contraseña para llegar a los campesinos, orgullo de los cantores, principio y fin de su canto, que comenzaba cuando yo suponía acabados los caminos, y el día que escuché a la voz mayor, Atahualpa Yupanqui, supe que ese sería mi oficio.
En el desierto de Sonora senil al fuego purificador de la vida, por eso todo estaba quieto, reverencialmente quieto, hasta el viejísimo e interminable tren era más una visión que un hecho, un fantasma de hierros oxidados que solo por un instante rompió al silencio de ese desierto donde se quemó lo que me sobraba con solo cantarle a los misterios, donde fui nuevo de tan viejo, donde con cascabeles chinos me sumé a los cascabeles yaquis que le ponían ritmo a la danza del venado.
El alimento de la vida eterna baja del Cielo, y sólo en el desierto lo entendemos, por eso la alegría de mi alma, la serena alegría de la que en cualquier momento volverá a ser parte de la inconmensurable alma del Universo, pensé en un momento porque los cuervos andaban cerca, como reclamando mi esqueleto.
Para un desalmado, me dijo un viejo yaqui, el mediodía en el desierto es el Infierno, el desierto donde hubiera bastado un solo golpe entre dos piedras para que surgiera el fuego, centro de toda ceremonia, el fuego donde regresan los dioses para poner a nuestras almas en orden, y esto lo sabe el coyote solitario, que solo se deja ver cuando encendemos el fuego, me dijo el viejo yaqui mientras se alejaba Ciudad Obregón y se acercaba Guaymas, donde continué la ceremonia que comenzó cuando dejé de pelear para comenzar a vivir, cuando dejé de acusar porque ya me habla perdonado, lo que me sucedió en México, donde dejé de buscar porque el más lo que encontraba.
En medio de los dioses que se quedaron quietos en las piedras me sucedió el fuego que los artistas llaman inspiración y yo revelación porque todo lo que sucede ya estaba escrito, ante todo el arte, que es la lengua original de Dios, y el desierto es el espejo donde me reencuentro con los tesoros, principalmente con la piedra filosofal, que me devuelve las alas que había perdido en las estériles luchas de la vida cotidiana. A mitad de camino entre Ciudad Obregón y Guaymas está Vicam, y allí la milagrosa María Matas, una chamán yaqui que puede armonizar a cualquiera, que entra y sale de su cuerpo cuando se le da la gana, llena de poder desde el polvo de sus abuelos, misteriosamente anoticiados del primer hombre, al que los caldeos, los medos, los partos y los hebreos llamaron Adán, es decir tierra virgen, roja como la sangre en el lenguaje de los ángeles, según los hebreos, a los que Hermes tradujo al griego y al egipcio.
A María Manis la auxilian los cuatro elementos, con ellos no hay enfermedad ni tristeza que se pueda oponer, dice a sus muchos años, tal vez cien, calculan los que la rodean, tan cuidada como los manuscritos de la biblioteca de los Tolomeos donde estaba todo lo que fue desde el principio y todo lo que sucedió desde el primer hombre, que para ellos fue Thoyth, que estaba en todos los santuarios, como Osiris, el que era, según Mermes, tan de siempre que no se le conocía el origen, Osiris, al que la miel del Paraíso le concedió la inmortalidad, nos recordaba Turok en Alejandría, donde todavía los ancianos le llaman lugar de refugio a la mujer, que arde en el plexo solar para moldear la vida, nos dijo María Manis mientras le sacaban las sandalias para que recogiera el polvo en el que se convertirá, el polvo que volará en el viento por la eternidad.
El desierto se tiñó de rojo a la puesta del sol, y en medio de ese grandioso espectáculo llegamos a Guaymas, que está a la vera del Mar de Cortés, siempre en el territorio de los yaquis, que fueron grandes guerreros, y hoy parte de mi vida. Lo que hoy es Hermosillo se llamó Pitic, que significa el encuentro de dos ríos, el de Sonora y el de San Miguel, asiento de los indios pimas, siempre hostigados por los seris, a los que conocí en la Isla Tiburón.
En los años setenta conocí a otros dos ríos, el de los mayas y el de los yaquis, una especie de Franja de Gaza precolombina, y en el medio de esa tierra conflictiva vi bailar, por primera vez, la danza del venado, que es el hombre metiéndose, devocionalmente, en el animal que para los yaquis es una bella gentileza de los dioses, entonces fui uno con los dos, y lo sigo siendo con la flora y con la fauna que me rodean, y a veces con el Universo, como en el concierto de Hermosillo, cuando la danza de las palabras fue rodeándolo todo, abrazando todo, entonces volví a sentir a la bendita semejanza, por eso pude ordenar la felicidad para todos, elevado por el viento que viene de siempre, que lleva al polvo con el que recrea el destino, el polvo donde son uno los cuatro elementos.
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