LUCIANO, GRAN AMIGO. Facundo Cabral
Con Luciano, el de la escuela de desaprender, siempre recordábamos a los griegos, que llamaban Epimeteo al primer hombre, que nunca aceptó los regalos de Zeus, como yo no acepto los dones que me cuelgan los demás, decía Luciano entre los dos ríos que eran uno cuando llegaban al mar, las alabanzas que me agobian, que me acortan los pasos, que me quitan libertad, decía mientras cosía los agujeros de la manta que lo abrigó durante años, y viéndolo yo pensaba: ¿Cuántas tierras formaron a este hombre? ¿Cómo llegó de tan lejos a esta tierra, tan propicia a sus vuelos?, porque en Luciano se juntaban Pascal y Pacal, Tutul Xiú y Voltaire, el Corán y el Popol Vuh, Hermes y el Chilam Balam.
Luciano era un viaje maravilloso de Egipto a Grecia, de Grecia a Roma, de Roma a Francia y de Francia al querido México, que es un Egipto contemporáneo, por sus luces y sus misterios, por la magia que vibra desde los cactus a las pirámides. Salimos de Hermosillo entre grillos gigantes y de color naranja que parecían visitantes de otras galaxias a los que se les notaba una alta inteligencia, como a los delfines con los que tantas veces nadé en Puerto Vallarta y en Xcaret, donde mis canciones fueron más verdes que nunca y mi corazón más agradecido.
Los Salmos y Whitman (que al fin y al cabo era un salmodista, como Francisco, el de Asís) me enseñaron a agradecer y a festejar de la manera más bella posible, por eso el Cantar de los Cantares sigue resonando en mis conciertos, por eso lo mío es religioso en el más amplio sentido de la palabra, y era previsible porque me enseñó a leer un jesuita, más aún, me enamoró de los libros, cajas de Pandora infinitas de tan profundas, los libros que me enriquecieron y me metieron en el mundo, los libros donde encontré a los siete dioses que se transformaron en los siete metales de la alquimia, y a las doce estrellas que antes fueron los doce apóstoles y hoy los doce meses, los libros donde vi transformarse a la tierra en agua, al agua en aire y al aire en fuego porque Dios había hecho girar a la rueda de los elementos, la que gira por las cuatro estaciones del año y las cuatro regiones celestes, la rueda que se agranda y se convierte en La rueda solar, que tiene a los héroes como hijos dilectos.
Los libros me alertaron que el Cielo se repetirá en la Tierra hasta que la Tierra sea celestial, es decir espiritual, y el Cielo terrenal, y en esa unión estará concluida la obra de Dios. El círculo que describe el sol es la línea que vuelve a si misma (como la serpiente que se muerde la cola), lo que nos permite reconocer a Dios.
En Tijuana recordé a Jung, que nos recordó que los extremos de la cruz corresponden a los cuatro puntos cardinales: el toro cretense fue hacia el sur, los caballos de Diomedes hacia el norte, los bueyes de Hipólito hacia el este y los de Gerión hacia el oeste. La vida es un viaje, y recordando el mío recuerdo los de Marco Polo, los de Enoc, los de Hermes y los de Alejandro, que descubrió el sepulcro de Hernies. En esa excitante punta de la línea que es Tijuana recordé a Prometeo, que fue un anticipo de Jesús, que es el centro de la cruz, es decir el centro del infinito, el centro de la vida.
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