XI,17. Siendo todavía niño oí ya hablar de la vida eterna, que nos está prometida por la humildad de nuestro Señor Dios, que descendió hasta nuestra soberbia; y fui marcado con el signo de la cruz, y se me dio a gustar su sal desde el mismo vientre de mi madre, que esperó siempre mucho en ti. Tú viste, Señor, cómo cierto día, siendo aún niño, fui presa repentinamente de un dolor de estómago que me abrasaba y me puso en trance de muerte. Tú viste también, Dios mío, pues eras ya mi guarda, con qué fervor de espíritu y con qué fe solicité de la piedad de mi madre y de la madre de todos nosotros, tu Iglesia el bautismo de tu Cristo, mi Dios y Señor. Se turbó mi madre carnal, porque me daba a luz con más amor en su casto corazón en tu fe para la vida eterna; y ya había cuidado, presurosa, de que se me iniciase y purificase con los sacramentos de la salud, confesándote, ¡oh mi Señor Jesús!, para la remisión de mis pecados, cuando he aquí que de repente comencé a mejorar. En vista de ello, se difirió, mi purificación, juzgando que sería imposible que, si vivía, no me volviese a manchar y que el reato de los delitos cometidos después del bautismo es mucho mayor y más peligroso. Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía. Porque mi madre cuidaba solicita de que tú, Dios mío, fueses padre para mí, más que aquél. En eso tú la ayudabas a triunfar sobre él, a quien servía, no obstante ser ella mejor, porque en ello te servía a ti, que así lo tienes mandado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario