IV,8. ¡Qué voces te di, Dios mío, cuando, todavía novato en tu verdadero amor y siendo catecúmeno, leía con tranquilidad en la quinta los salmos de David –cánticos de fe, sonidos de piedad, que excluyen todo espíritu hinchado– en compañía de Alipio también catecúmeno, y de mi madre, que se nos había juntado con aspecto de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana! ¡Qué voces, sí, te daba en aquellos salmos y cómo me inflamaba en ti con ellos y me encendía en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero, contra la sóberbia del género humano! Aunque cierto es ya que en todo el mundo se cantan y que no hay nadie que se esconda de tu calor. ¡Con qué vehemente y agudo dolor me indignaba también contra los maniqueos, a los que compadecía grandemente, por ignorar aquellos misterios, aquellos medicamentos, y ensañarse contra el antídoto que podía sanarlos! Quisiera que hubiesen estado entonces en un lugar próximo y, sin saber yo que estaban allí, que hubieran visto mi rostro y oído mis clamores cuando leía el salmo 4 en aquella tranquilidad y los efectos saludables que en mí obraba este salmo: Cuando yo te invoqué, tú me escuchaste, ¡oh Dios de mi justicia!, y en la tribulación me dilataste. Compadécete, Señor, de mí y escucha mi oración (Sal 4,1). ¡Que me oyeran, digo —ignorando yo que me oían, para que no pensasen que lo decía por ellos—, las cosas que yo dije entre palabra y palabra; porque realmente ni yo habría dicho tales cosas, ni las habría dicho de este modo, en caso de sentirme visto y escuchado por ellos; ni, aunque las dijese, serían recibidas así, como hablando yo conmigo mismo y dirigiéndome a mí en tu presencia en íntima efusión de los afectos de mi alma.
9. Me horroricé de temor y a la vez me enardecí de esperanza y gozo en tu misericordia, ¡oh Padre! Y todas estas cosas se me salían por los ojos y por la voz al leer las palabras que tu Espíritu bueno, vuelto a nosotros, nos dice (...).
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