70. Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mi
miseria, había tratado en mi corazón y pensado huir a la soledad; mas tú me lo
prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: Por eso murió Cristo por todos, para
que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió por ellos. He
aquí, Señor., que ya arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda
considerar las maravillas de tu ley. Tú conoces mi ignorancia y mi debilidad:
enséñame y sáname. Aquel tu Unigénito en quien se hallan escondidos todos los
tesoros de la sabiduría y de la ciencia, me redimió con su sangre. No me
calumnien los soberbios, porque pienso en mi rescate, y lo como y bebo y
distribuyo, y, pobre, deseo saciarme de él en compañía de aquellos que lo comen
y son saciados. Y alabarán al Señor los que le buscan.
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