Autor: Facundo Cabral
06/03/2014
EL PROFETA DE GIBRÁN (1)
Al Mustafá, el bien amado, el elegido, luz de su día, abrazo de su noche. Esperó doce años en Orfalís que regresara el barco que lo devolvería a su isla. Y esto sucedió en el mes de las cosechas, lo que llenó de alegría su corazón, que pronto se entristeció porque pensó: “en esta ciudad pasé muchos días de dolor y largas noches de soledad.
Y… ¿quién puede dejar sin pena su dolor y su soledad?
Mucho de mí quedó en estas calles. No dejo una túnica sino mi propia piel. No dejo mi hambre y mi sed sino mi propio corazón. Pero no puedo quedarme porque el mar me llama, porque no puedo quedar preso en un molde. La vida no permite que nada ni nadie se quede quieto porque la vida es movimiento. Y tampoco puedo llevarme nada, como la voz no puede llevarse la lengua y los labios que le pusieron alas. La voz debe marchar sola sin su nido, como el águila que vuela de frente al sol.
Cuando el barco llegó al puerto, Al Mustafá vio a los marineros, hombres de su tierra y escuchó que su alma les decía: “Hijos de mi madre, jinetes de las mareas, ¿cuántas veces navegaron el mar de mis sueños ustedes que llegan en mi despertar que es mi más profundo sueño, ahora que mis velas desplegadas esperan al viento que las devolverá a su seno?
En un momento, después de mirar atrás, amorosamente estaré con ustedes. Seré uno más de los navegantes en el ancho mar. Madre sin sueño, la paz y la libertad de los arroyos y los ríos. Allí seré una gota más del mar infinito.
Mientras caminaba hacia el barco, Al Mustafá veía que hombres y mujeres venían a su encuentro y pensó: “¿Será el día de la partida el del encuentro? ¿Será mi crepúsculo mi aurora? y… ¿qué puedo ofrecer a los que dejaron sus arados y sus telares para venir a despedirme? o mi corazón se convertirá en un árbol cargado de frutos para ellos. ¿Podré convertirme en la fuente que colme sus copas? ¿Seré un arpa en manos de Dios o la flauta por donde les llegue su aliento? ¿El que provoca montañas, bosques y desiertos?
Yo, buscador de silencios, encontraré en ellos un tesoro que dejarles. Y si este es mi día de cosecha, ¿en qué campo estará el fruto de mi semilla? Si es esta la hora de levantar mi antorcha, no será mi llama la que ilumine la noche… será el aceite del guardián de la noche el que le encenderá.
Esto dijeron sus palabras, pero su corazón quedó en silencio cuando los campesinos y sus mujeres, las jóvenes y los viejos le dijeron: “No nos dejes todavía. Recuerda que fuiste el medio día de nuestro crepúsculo, recuerda que tu juventud nos enseñó a soñar, recuerda que aquí no eres extranjero, tampoco un invitado sino nuestro hijo bien amado, del que nuestros ojos tendrán hambre cuando no te veamos.
Los sacerdotes y las sacerdotisas le dijeron: “Que las olas del mar no nos separen, que los años que compartimos no se conviertan en recuerdos. Como espíritu caminaste entre nosotros, tu sombra fue la luz que nos guió. Fueron pocas nuestras palabras pero mucho nuestro amor. Pero ahora te lo gritamos porque así es el amor, del que sólo se da cuenta de su tamaño en el momento de la separación”.
Al Mustafá no respondió. Sólo inclinó la cabeza y lloró mientras caminaba hacia la plaza frente al templo de donde salió Almitra, que era vidente, para decirle: “Profeta de Dios, buscador de infinitos, por fin ha llegado el barco que tanto esperaste. Por eso no queremos atarte con nuestro amor, no queremos que nuestras necesidades detengan a tus pasos. Sólo te pedimos que antes de partir nos dejes las palabras con las que alimentaremos a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos. Tu soledad fue el centinela de nuestros días. Conoces el llanto de nuestra vigilia y la risa de nuestro sueño. Por eso te pedimos que nos descubras a nosotros mismos, que nos digas lo que sabes de la vida y de la muerte”.
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