Había una vez una mujer que ya no hablaba.
No porque no pudiera, sino porque nadie la escuchaba de verdad.
Cada vez que intentaba contar su dolor, el mundo le devolvía consejos vacíos, frases hechas o, peor aún, silencio.
Así que, un día, dejó de hablar. Y empezó a plantar silencios.
Los sembraba como semillas: una por cada desilusión, una por cada puerta cerrada, una por cada “eres demasiado sensible”, “estás exagerando”, “hay problemas más grandes que los tuyos”.
Y esos silencios, increíblemente, empezaron a crecer.
En su jardín secreto nacieron árboles de comprensión, flores de fuerza interior, raíces profundas de resiliencia.
Porque en esos silencios no encontraba solo paz: se encontraba a sí misma.
Eran horas en las que nadie podía tocarla ni herirla más.
Y mientras el mundo seguía corriendo, distraído, ella permanecía ahí.. sola, sí, pero entera.
No estaba huyendo. No se escondía.
Dentro de esos silencios aprendía a mirarse de frente, a sentirse viva incluso cuando dolía.
Había entendido que nadie llenaría ese vacío.
Y que, tal vez, ese vacío era el espacio que necesitaba para dejar crecer raíces que fueran solo suyas.
No había nadie para salvarla, pero ya no necesitaba ser salvada.
El dolor ya no era un enemigo, se había vuelto tierra fértil para aprender a florecer sola.
Un día, una niña se acercó a su jardín. No dijo nada. Se sentó a su lado, en silencio.
Y en ese silencio, la mujer se sintió, por fin, escuchada..no porque alguien cerrara su herida, sino porque alguien se quedó, sin miedo de mirarla tal como era.
Porque a veces no hace falta que alguien llene el vacío: basta con que se quede cerca, sin palabras.
Y desde ese día, su jardín nunca más estuvo solo.. pero sus raíces siguieron firmes y fuertes, porque eran suyas, y de nadie más.
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