Don Ernesto enviudó a los 45 años. Pero en vez de rendirse, se aferró a lo más valioso que le quedaba: sus hijos.
Crió a sus hijos con amor, paciencia y sacrificio. Trabajó horas extras, cocinó, lavó. Nunca se quejó. Siempre estuvo. Fue madre y padre. Su vida giraba alrededor de ellos.
Los años pasaron. Don Ernesto envejeció. Un día, empezó a olvidar cosas, a decir palabras que no tenían sentido. Después de varios estudios, lo operaron del cerebro. La operación fue un éxito médico, pero algo cambió en él. Su carácter se volvió más torpe, a veces decía cosas sin pensar. Ya no era el mismo. Pero seguía siendo un buen papá.
Al principio, sus hijos lo cuidaron. Pero pronto perdieron la paciencia. Se enojaban cuando repetía cosas, cuando hacía preguntas tontas, cuando necesitaba ayuda para vestirse. Poco a poco, lo fueron dejando solo.
Después, cada uno hizo su vida. Tuvieron hijos, trabajos, viajes. Y se olvidaron del hombre que los había criado con tanto amor. Lo visitaban de vez en cuando, con prisa, con el celular en la mano.
Un día, Don Ernesto murió en su cama. Solo. Sin nadie que lo sujetara de la mano.
Recién ese día, todos los hijos lloraron. Lloraron fuerte. Lloraron lo que no lloraron en vida. Escribieron mensajes bonitos en redes sociales, subieron fotos con él, hablaron de lo buen padre que fue. Pero él ya no podía leerlos.
Qué triste es cuando un padre lo da todo por sus hijos, pero cuando él más los necesita, nadie está para él. No esperes a que sea tarde para valorar, cuidar y estar. El amor no se publica, se demuestra en vida.
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