sábado, 4 de octubre de 2025

EL NIÑO QUE VENCIÓ AL CÁNCER. Reflexión

El niño que venció el cáncer.

Nunca olvidaré ese día. Mamá entró a mi cuarto con esa sonrisa que hacía cuando intentaba ocultar algo.

—Mateo, ponte el buzo azul, el que más te gusta —me dijo, revolviendo mi armario.

—¿Por qué? ¿Tengo cita con el doctor? —pregunté. Ya conocía la rutina: hospital, agujas, salas de espera.

—No, mi amor. Hoy es especial —sus ojos brillaban de una forma extraña—. Confía en mí.

Me vestí despacio. Todavía me cansaba rápido, pero ya no como antes. Ya no llevaba el gorro que escondía mi cabeza calva. Mi pelo había comenzado a crecer de nuevo, cortito y suave como pelusa de pollito.

—¿A dónde vamos? —insistí mientras bajábamos.

—Ya verás.

En la camioneta, mamá había puesto algo en el asiento trasero cubierto con una manta.

—¿Qué es eso?

—Ayúdame a destaparlo.

Era un cartel enorme. Decía: "¡MATEO VENCIÓ AL CÁNCER!" con letras de colores y dibujos de superhéroes. Sentí que las mejillas me ardían.

—Mamá... —murmuré, avergonzado.

—Estoy orgullosa de ti, mi guerrero. Y no soy la única.

Subimos a la camioneta y ella pegó el cartel en las ventanas traseras. Empezamos a manejar hacia... ¿la escuela? Mi corazón se aceleró. Esa escuela donde nunca pude ir. Donde todos los niños se conocían menos yo. Donde no tenía amigos porque cuando me diagnosticaron, justo iba a empezar tercer grado.

—Mamá, no quiero ir. No me conocen. Van a pensar que soy raro.

Ella apretó mi mano.

—Mateo, mírate. Peleaste contra el peor monstruo que existe y ganaste. Eres el niño más valiente que conozco.

Cuando doblamos en la calle de la escuela, vi algo que me hizo abrir la boca. Había autos. Muchos autos. Todos en fila, esperando.

—¿Qué...?

El primer auto tocó la bocina. Luego otro. Y otro. De repente, TODOS estaban tocando las bocinas. Mamá avanzó despacio y todos los autos comenzaron a seguirnos.

Por las ventanas vi carteles: "¡BIENVENIDO MATEO!", "¡ERES NUESTRO HÉROE!", "¡MATEO EL VALIENTE!". Había niños sacando las manos por las ventanas, agitando banderitas azules y amarillas, los colores de la escuela.

—Mamá... —susurré, con la voz quebrada.

—Lo sé, mi amor. Lo sé.

La caravana creció. Más y más autos se unían. Pasamos frente al parque donde yo veía a los niños jugar desde la ventana del hospital. Pasamos por la heladería donde mamá me prometió que algún día podríamos ir.

Finalmente llegamos a la escuela. El estacionamiento estaba lleno de gente. Maestros, niños, padres. Todos con globos y carteles.

Cuando bajé de la camioneta, mis piernas temblaban. Pero entonces vi a una niña de mi edad corriendo hacia mí. Tenía coletas y brackets.

—¡Mateo! ¡Soy Lucía! Te escribí cartas en el hospital, ¿las recibiste?

—¿Tú eras Lucía? —recordé esos sobres con dibujos de dinosaurios.

—¡Sí! —gritó feliz—. Y él es Bruno, y ella es Sofía, y él es...

De repente estaba rodeado de niños. Todos hablando al mismo tiempo, mostrándome dibujos que habían hecho, contándome sobre la clase, preguntándome si era cierto que era fuerte como Hulk porque eso les había dicho la maestra.

La directora se acercó con un micrófono.

—Mateo —dijo, y su voz sonaba por los altavoces—, durante dos años rezamos por ti. Aprendimos sobre la valentía gracias a ti. Y hoy, celebramos contigo.

Todos aplaudieron. El sonido era tan fuerte que sentí que mi pecho iba a explotar, pero esta vez de felicidad.

Un niño pequeño, creo que de primer grado, se me acercó tímidamente.

—¿Es verdad que te pusieron medicina de superhéroes? —preguntó con los ojos muy abiertos.

Me agaché para estar a su altura.

—Es verdad. Se llama quimioterapia. A veces me hacía sentir mal, pero me hizo fuerte.

—¿Te dolió?

—Sí —admití—. Pero ¿sabes qué? Tenía a mi mamá, a los doctores, y a todos ustedes mandándome fuerza. Eso ayudó mucho.

Mamá me abrazó por detrás, y sentí sus lágrimas en mi cabeza.

—Te amo, mi campeón —susurró.

—Yo también te amo, mamá.

Lucía me tomó de la mano.

—¿Quieres ser mi amigo? Puedo enseñarte dónde está todo en la escuela. Y tenemos que ponerte al día con las tablas de multiplicar, pero no te preocupes, yo te ayudo.

Miré todos esos rostros sonrientes, esos niños que no me conocían pero que habían orado por mí, que habían hecho carteles, que habían convencido a sus padres de venir un sábado a la escuela solo para recibirme.

—Sí —dije, sonriendo tanto que me dolían las mejillas—. Quiero ser tu amigo.

Y por primera vez en dos años, sentí que no solo había vencido al cáncer. Había ganado algo más: un lugar al que pertenecer.

Ese día aprendí que los superhéroes no siempre usan capas. A veces manejan camionetas con carteles. A veces tocan bocinas en caravanas. Y a veces, simplemente te toman de la mano y te dicen: "Bienvenido a casa".

No hay comentarios.:

Publicar un comentario