JORGE LUÍS BORGES
No entiendo a la vida sin palabras, pero en el silencio la comprendo. Siempre he navegado por un río de palabras, pero cuando salgo de él, algo me hace vivenciar a la eternidad, y hablando de palabras, Alfonso Reyes me refresca a Píndaro: Nada es mejor que el agua, que aplaca, refresca, limpia, alivia, fortalece, ayuda, sube, baja, descansa, corre, el agua que mata y resucita, que lo hace todo, que lo puede todo, nada es mejor que el agua, pero no la derrames porque el agua volcada no se recobra nunca.
Jorge Luís Borges, el hombre al que la biblioteca le parecía un paraiso
Para Borges, Alfonso Reyes fue el que mejor escribió en nuestra lengua de los dos lados del océano, el que alguna vez se preguntó: ¿Para quién estoy predicando si este libro no está dedicado ni al sabio ni al necio, aquél porque no lo necesita y este porque no ha de aprovecharlo?
En el caliente domingo de Monterrey, antes de mi condeno en el Auditorio San Pedro, Alfonso Reyes volvió a contarme: Quiso un ermitaño saber quién sería su compañero en el Paraíso, y aunque varias veces Dios le mandó decir con un ángel que hacía mal en interrogar al destino, al fin le hizo entender que su compañero sería Ricardo, el rey de Inglaterra.
El ermitaño sabía que el rey era guerrero, que había matado, robado y desheredado a mucha gente, que había llevado una vida contraria a la suya, vida que le parecía muy distante de la salvación, pero Dios le mandó decir al ermitaño que no se sintiera confundido, que no se quejara ni maravillara porque más merecía el rey Ricardo con un asalto que diera que él con todas sus obras de devoción, y con esto, Dios exaltó el ideal de la vida activa.
Hay que ser exigente porque solo renovándonos vivimos, me recuerda Alfonso Reyes desde el pasado más luminoso, y agrega: El modisto de la Gran Avenida sabe que el amor se disolvería si él no inventan nuevos modelos para nuestras mujeres. Por el paso, recita Reyes, a la hora más vaga de la tarde, flotan unas figuras ligeras de mujer, todas vestidas con las exigencias de la estación, todas renovadas por la primavera, que parecen recién llegadas, recién exhaladas al mundo, nuevas, nunca vistas.
No son las mujeres del otoño, aclara Reyes, ni del invierno, son mujeres traídas por la primavera y por el verano, nacidas de sus flores. Sin ellas se acabaría el amor, y sin ánimos nuevos de locura se detendría la Tierra y cerrarían sus ojos las estrellas, por eso hay que sorprenderlas todas las noches con iluminaciones nuevas para que no se duerman.
Siempre es emocionante caminar por Oaxaca, donde hay vida humana desde hace once mil años, donde los zapotecos señoreaban hace tres mil años, un gran imperio que terminó en el siglo trece de nuestra era a manos de los mixtecos, a los que los españoles derrotaron dos siglos después, al sur de México, al suroeste del Istmo de Tehuantepec.
Los zapotecos se creían nacidos de las piedras, los jaguares y los árboles, ante todo del Tule, un árbol anterior a los días de Jesús, tan de siempre que parece recién brotado en la montaña verde, como el profeta parece recién oído. El Tule es más alto que cualquier iglesia de la época colonial y más antiguo que los olmecas, es la mismísima vida resistiendo al implacable tiempo, recordándose en cada nudo, recreándose en cada rama, por eso, cada tanto, me siento a su sombra para sentir a la eternidad en todos mis huesos.
Las casas de piedra subían y bajaban por las calles de Morelia y los templos lucían dorados por la gracia del ocaso. De vez en cuando pasaba un purépecha con todos los siglos en la mirada, lento y silencioso entre las casas blanqueadas con cal, como las capillas coronadas por el azul añil (en los años setenta le dije a Tamayo que me encantaba su paleta, a lo que respondió: Son los colores de las casas de mi gente).
De Morelia al Distrito Federal fuimos entre trigales y cerros donde señorearon los purépechas, un imperio que resistió a los aztecas pero no pudo con los españoles, que pusieron cruces donde ardían las hogueras ceremoniales. Hoy volví a meterme en la región más transparente, donde estalló el boom de la novela latinoamericana hace más de cincuenta años, una luminosa exploración del lenguaje de la mano de Carlos Fuentes, palabras empapadas de nuestro fango, caliente vida de nuestras tribus y ecos de las altas voces de La Mancha, conmovedores harapos de las galas de Cervantes que Fuentes fue recuperando prolija, apasionadamente, que repensó mientras caminaba por los cementerios de Londres o nadaba por las frías aguas del Cantábrico.
En el concierto de Puebla, las canciones, más desnudas que nunca, me llevaron al punto más alto de la devoción, por eso fue tan clara la presencia de Jesús, por eso la comunión fue una maravillosa hoguera, y las muchas manos de las canciones fueron un solo abrazo, y después una sola flecha hacia el horizonte para avivar al azul con el naranja, el horizonte que se redondeó para rodearnos, y la felicidad de todos calmó los dolores de mi esqueleto.
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