EL HURACÁN
Autor: Facundo Cabral
Salimos de Cancún cuando el huracán se acercaba, y estaba claro en el movimiento de los pájaros, las palmeras y las aguas, tal vez por eso la noche anterior mi cuarto brilló como si el sol estuviera dentro, y las estrellas cayeron corno brasas encendidas alrededor de mi cama, y a la hora del desayuno me reencontré con el griego, que volvió a Moisés: Se dice que cuando el cuerpo se ha deshecho aparecen dos ramas (a veces tres o cuatro), o figuras de reptiles, o un hombre sentado en un estrado.
Sin duda, la tierra siempre produce algo, nunca deja de rendir sí nuestra imaginación está activa, como Hermes vio al viejo sabio sobre sus rodillas leyendo El libro de los secretos, o como lo imaginó el árabe unos siglos después, y así lo contó: Ví a un anciano, el más hermoso de los hombres, vestido con ropas blancas, leyendo El libro de los secretos, y cuando pregunté quién era, me dijeron: Es Hermes Tresmegistro.
Dice un antiguo libro que me permitieron ver en Alejandría: Al filósofo inteligente le ha sido permitido por Dios, en los caminos de la Naturaleza, hacer que aparezcan las cosas ocultas en la sombra, ver las cosas que los normales no ven, que solo ven los ojos del entendimiento y que la imaginación percibe con una mirada verdadera, la más verdadera.
Los ojos de mi espíritu fueron percibiendo chispas que al final se convirtieron en la gran luz que me ilumina todos los caminos (la serpiente es una con toda su cosmogonía cuando se mete en el agua, y yo lo siento en el escenario, donde soy una totalidad, entonces estoy afinado con el Universo).
Después de Cancún canté en Atlixco, un delicioso pueblo colonial entre volcanes, y fue en el patio central de un convento del siglo diecisiete, y el concierto volvió a convenirse en una comunión de dos mil personas que llegaron de muchos pueblos, y después Hermosillo, que ardía (como siempre) en el medio del desierto de Sonora, el de los yaquis, donde alguna vez, en la Bahía de Kino, me junté con los vagabundos del Mar de Cortés, hombres que andaban a la deriva por las aguas, que de vez en cuando se juntaban en una isla rodeada por los tiburones (la Isla Tiburón) para conversar sus soledades, sus densas soledades, sus pescas insólitas y sus lecturas, luminosas y filosas como sus vidas, y por ahí cerca andaban los seris, antiguos habitantes de la isla, altos y silenciosos, fieles custodios de los grandes secretos de sus abuelos, me dijo al oído uno de los pescadores, enamorado de siempre y para siempre de las profundidades del mar y estudioso de lejanas mitologías, por ejemplo de Manu, el unicornio que crió a un pez que no dejó de crecer jamás, tanto que, durante el diluvio universal, Manu se salvó de ser arrastrado por las aguas atando su barca al gigantesco cuerno del pez, que estaba en la cima del Everest, Manu, el unicornio que existía por sí mismo, descendiente de Brahma, hombre-dios, señor de todo lo que existe a la vista y fuera de ella, el padre Manu, que engendró con su hija a la Humanidad, Manu, el primer sacerdote, el que para los budistas es el soberano de la Edad de Oro.
Me recordaba el pescador alzando sus brazos al cielo, hacia el sol que hacia arder a la tierra de los cactus y el venado, que doraba a los hombres a cincuenta grados sobre cero, como en el Sahara donde, en los años setenta, conviví con los tuareg, como en Marrakech, donde cambié fervores y maravillas con los hombres azules, como en el Mohave, donde en el polvo sentí el abrazo de los antiquísimos sioux, como en el Negev, donde escuché, por primera vez, arameo, la lengua de Jesús, en boca de los beduinos que iban y venían porque si, solo para afinar con el ritmo del Universo, que es el mismo de nuestro corazón.
Y del otro lado del desierto conocí a un maestro yaqui que tenía una escuela para desaprender, para borrarnos de la memoria las cosas que no nos servían para nada, y en Ciudad Obregón conocí a Erich Fromm, que fue, y sigue siendo una inspiración, como ese maravilloso vértigo que es México.
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