El inolvidable narrador mexicano, Juan Rulfo.
JUAN RULFO
Autor: Facundo Cabral
Cada vez que voy a la ciudad de México recuerdo a Juan Rulfo, que hablaba poco pero con felicidad, y era tan generoso que atribuía sus aciertos al interlocutor, como los japoneses, y hacía todo lo posible para que la realidad no lo distrajera, y esto me recordaba a Macedonio Fernández, que decía: ¿Quién se cree que es esta entrometida, la realidad? ¡A mí no me va a amargar la vida!
Gracias a Juan Rulfo aprendí que se puede hacer alta literatura escribiendo como habla un campesino, y desde allí le puso magia a la realidad, y Pedro Páramo es la prueba, el principio del realismo mágico que García Márquez continuó con maestría, el querido Gabo que me dijo en la despedida, confirmando que fue una grata velada: Espero que pronto volvamos a bailar, y a cantar, agregaría yo, recordando la cara de placer que tenía cuando Tania Libertad le cantaba al oído los boleros de los años cincuenta.
Chihuahua siempre huele a revolución. Allí conocí a doña Luz, la viuda de Pancho Villa, que entre muchas cosas más que interesantes, me dijo: El general tuvo muchas mujeres pero siempre volvía a mí porque yo era la dilecta, porque cabalgué la revolución a su lado, porque compartimos ese fuego.
En Chihuahua conocí a don Octavio, que fue chofer de Villa, y a varios de los Dorados, la élite de su ejército, que ya andaban cerca de los cien años, que seguían hablando del general Pancho Villa como si estuviera a punto de volver a reunirlos.
Corría el 1972, año de mi llegada a esa Chihuahua mágica, apasionante, la tierra donde Gerónimo les costó tanto a los federales, la tierra donde aprendí mucho de los tarahumaras de Creel y de Guachochi, altos en el espíritu y en la sierra que alcanza la magnificencia en la Barranca del Cobre. Y allí, en Chihuahua, compartí la mesurada vida de los menonitas, cerca de Delicias, donde al atardecer llegan miles de chanates para sobrevolar la plaza, ritual de siglos para despedir al día.
Dos obras le bastaron a Juan Rulfo para ser inmortal.
Por allí pasaron hechos fuego los hombres de Villa y se arrodillaron los apaches en homenaje al sol, por allí Gerónimo fue casi un dios, por allí pasé y seguiré pasando con el corazón encendido por esa tierra que despierta lo mejor de mí, donde siempre viene a escucharme don Álvaro, que hace muchos años compró por casi nada una vieja casa con un sótano lleno de monedas de oro y armas de los días de la revolución.
Entre sierras fuimos a Ciudad Juárez, las sierras donde los tarahumaras viven en casas de adobe dentro de cavernas, las sierras que hace ochenta años visitó Antonin Artaud, y pasamos por Sueco, al que solo le quedan veinte habitantes, y por Moctezuma, que fue abandonado por miedo a los narcotraficantes que señorean en la zona, por esa razón llena de camiones del ejército, que van y vienen por el desierto verde que se va destiñendo hasta ser pura arena, como si el mar recién se hubiera retirado, territorio del coyote y el correcaminos, capaz de matar a una serpiente de cascabel, y por allí la cárcel donde están encerrados los más peligrosos, y paralela al camino la vía del tren que hace casi un siglo tomó Pancho Villa con su gente de a caballo para recrear, en las puertas de Ciudad Juárez, al caballo de Troya.
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